Escribo en mi computador mientras
siento en la planta del pie cómo cosquillea un anillo, mi anillo de compromiso,
rozando mi pie sin medias (al fin, luego de tanto frío); y llenándose un poco de
arena (restos de la tarde bonita del viernes que pasamos jugando en el Club
disfrutando del inicio de la primavera).
Me duele el corazón, lo
siento estrujado. Me duele mi humanidad, o mejor dicho, mi falta de ella. Es tan
fácil ser solidario desde el like del
Facebook, incluso desde la donación en la app
del celular que no toma ni medio minuto, pero qué duro ser solidario con un ser
humano cuando lo tenemos en frente; y a la vez que compasión, nos despierta
miedo y desconfianza.
Estoy en la mesa larga que tanto
me gusta de un café barranquino: computadora abierta, lista de compras de
Tottus en mano, agenda a la derecha, celular al otro lado… y al frente mis
huevos favoritos de aquí (revueltos con espárragos), todo estaba listo para el
disfrute y para aprovechar al menos un par de horas, cuando el aire se detuvo
un poco. Habría unas cuatro mesas ocupadas, pero los pocos comensales retuvimos
un poquito el aliento, sutil, sin exagerar, pero evidente.
Entra un joven de apariencia
un poco sucia y descuidada. Piel morena, cabello negro un poco largo y
grasiento. La ropa, aunque colocada con cuidado, impresiona como sucia y lleva
una zapatilla diferente en cada pie. Tiene en la mano al parecer una moneda y
pregunta si puede tomar algo. Las meseras se quedan quietas, intentan sonreír y
parecer naturales. No lo logran. La situación, sin que ocurra nada realmente,
se siente tensa. Instintivamente aprieto mi celular, pienso en mi cartera, mi
computadora, mis anillos…
El joven pasa y se dirige al
baño, camina ligeramente lento, se mete casi por error a la cocina, luego a
otra puerta, hasta que finalmente encuentra el baño. El aire en el salón se
relaja ligeramente otra vez. Las meseras y los chicos de cocina murmuran.
Segura imaginan, como yo, que demorará horas en el baño. Pero no es así, sale
nuevamente casi rápidamente.
Se sienta en una mesa, la
pareja que se encuentra a su costado, se tensa. ¿Será que su olor los ahuyenta?
Yo lo tengo al frente, siento que los huevos se me atragantan en la garganta. ¿Habrá
venido a robar? ¿Tendrá hambre? Le sirven un vaso con agua. Comienza a beberla.
No tengo la fortaleza de levantar la mirada.
Decido retirarme sutilmente
el anillo de compromiso de mi dedo anular y deslizarlo lo más caleta posible
hacia mi pie, lo dejo caer en la suela del zapato dorado que llevo. Quisiera
poder esconder también el celular, pero intentarlo sería un despropósito. Estoy
en una mesa alta, a la vista. Justo cuando él llegó, yo recibía una llamada.
¿Será posible que realice un robo solo? ¿Tendrá un cómplice a la espera?
Intento seguir comiendo los
huevos, más que por hambre o antojo, por tratar de simular que no pasa nada
alrededor. Todos intentan lo mismo. Pero el aire está tenso y quizás maloliente
también. Lo veo beber un poco de agua y sonreírse. Quizás se ríe de nuestro
miedo.
Qué hiriente y distante qué
puede ser la pobreza. Cómo nos asusta y aísla. Nos convierte automáticamente en
potenciales peligros o, al menos, en incómodos comensales de aire.
“Me miran, creen que no me doy cuenta, pero lo veo. Me
tienen miedo… mi apariencia les incomoda. ¿Es un crimen acaso no tener dónde
darse un baño? Me dan pena. Si tan solo supieran que tengo sueño. Hace días que
no logro encontrar un sitio donde reposar mi cabeza. Estoy cansado. Tan solo
eso. Todos los días cuesta arriba. Los ojos se me cierran…”
Mientras dormita en la mesa,
la cafetería retoma ligeramente su ritmo. Pero aún nada fluye grácilmente. La
pareja del costado termina, paga y se retira. Al muchacho la cabeza a ratos se
le cae. Me pregunto cuándo habrá comido por última vez, cómo sentirá su
estómago en medio de los ricos olores de panes tostados, huevos y jamones. El
hambre duele. ¿Si me atreviera a acércame y preguntarle si desea algo? Mientras
rumio la idea y no encuentro el coraje de hacerlo, una de las azafatas encuentra
el valor primero y se acerca, lo despierta y le pregunta si va a consumir algo,
no llego a escuchar su respuesta.
Se levanta y se retira con su
caminar cansino. Enseguida limpian la mesa y su silla, es muy fuerte... Mis
huevos se revuelven aún más en mi barriga. Mi querido anillo siegue en mi pie,
creo que caminaré un par de cuadras sin sacarlo para que me hinque y quizás la
próxima vez que me encuentre cara a cara con la pobreza (no desde el vidrio
seguro de mi auto, ni desde la foto distante del Facebook, sino en la mesa del
costado) me reconozca más humana y menos testigo asustado de mis propias miserias.
Lima, octubre 2017
Andre, no sólo me ha gustado, me ha emocionado y me ha hecho reflexionar, porque mientras leía, me metí en tu experiencia, me transmitiste tus sensaciones y sentimientos.
ResponderEliminarTe felicito por haber cumplido con tu curso, por tu deseo de escribir, por tu necesidad de comunicar.
Felicitaciones Andre y sigue adelante.