Mi relación con la humildad se ha ido forjando y creciendo con el tiempo. Con cada experiencia, cada arruga y cada nueva cana, me conecto más con el valor de la humildad. La busco, la practico y la fomento en cada espacio que puedo.
Siendo todo lo anterior cierto, el jueves me estrellé con mi soberbia. Tenía un vuelo a Arequipa a las 5:20 a.m. y tomé todas las precauciones posibles: pedí un taxi con más antelación de la necesaria, activé dos alarmas y llegué al aeropuerto antes de las 3 a.m. Todo iba perfecto: check-in listo, controles pasados y asiento en la sala de espera en primera fila frente a la puerta de embarque.
Como suele suceder, las personas comenzaron a aglutinarse y hacer colas antes incluso del inicio del proceso de embarque. Y yo… yo no hago colas. No encuentro el sentido de esperar parada, con calor de gente, cuando puedo hacerlo sentada tranquila. Me senté a leer y a observar el avance de la cola, confiada en que no habría problema. Cuando finalmente me levanté, la fila estaba casi vacía… pero la puerta de embarque ya no era para mi vuelo. “¿Arequipa?”, pregunté al agente. “Se acaba de cerrar. Ese es el último bus.”
En ese momento, sentí que el mundo se detenía. Nunca había perdido un vuelo. Jamás.
Reclamé, argumenté, pero no hubo manera. Lo cierto es que, aunque la aerolínea pudo haber hecho cosas diferentes, yo me confié. Me confié desde la soberbia (varias horas después lo identifiqué) de creer que a mí no me pasaría.
Esta experiencia (dolorosa económicamente y estresante emocionalmente) me ha dejado una lección. No basta con amar la humildad y querer practicarla. La soberbia, sutil pero constante, siempre está al acecho. Hoy me toca reconocerlo, ser más consciente y deliberada en mis intenciones y acciones. Seguir aprendiendo. Seguir mejorando.
Y a ti, ¿cuándo fue la última vez que la vida te dio una lección de humildad?
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